Mar del Olmo

Quien bien te quiere...

Quien bien te quiere

Ahora que, por desgracia, tengo demasiado tiempo que rellenar, leo blogs que me tocan la fibra. También es cierto que los busco, porque los de recetas de dulces de todos los colores me están provocando un daño irreparable. Un lunes de abril, así como quien no quiere la cosa, llegó a mi tablet uno de Patricia Ramírez que rezaba exactamente "Quien bien te quiere... no te hará llorar". 

¡Bravo! Aplaudo la modificación del refrán. Aquello de "Quien bien te quiere te hará llorar" está totalmente desfasado.

El refranero es engañoso en estos tiempos que corren. Y te diría que, incluso a veces, políticamente incorrecto. Y éste es un ejemplo claro. Si lo que quieres es llorar, no lo hagas por nadie. Si acaso, yo te recomiendo unos cuantos libros para derramar lágrimas para todo un año.

No sé si a vosotr@s os pasa lo mismo, pero a mí esta cuarentena me está poniendo en comunicación con gente con la que no hablaba en años. Literalmente. Y en algunos casos, muchos años.

Ahora, con tanto tiempo por delante, las redes sociales se convierten en el caldo de cultivo perfecto para querer saber de la vida del otro más allá de las fotos cargadas de sonrisas que colgamos en Facebook.

¿Qué supone querer bien?

Por ponerme yo delante, como el mismo burro, debo confesar que hace dos semanas llamé a una persona con la que no había tenido ninguna comunicación oral en 30 años. Fue un reto superado, incluso diría que con éxito. Me gusta empezar por lo más complicado para llegar a lo más fácil.

Y lo sencillo, según mi ciego instinto, venía de la mano de una de estas llamadas que no retrasas nunca. Pero no pude estar más equivocada, porque esta amiga me desgranó la evolución de su vida en pareja y no podría haber imaginado jamás las confesiones que surgieron.

Son los efectos colaterales de este encierro forzado, que tienes tiempo de diseccionar hasta el calamar que luego harás a la plancha.

Empezaron a salir jóvenes, demasiado. Siempre he mirado con un poco de recelo esas relaciones tan tempranas. Pero parecía haberlo superado. Me refiero a mí, claro, mi amiga lo tenía superado desde el principio porque salía con su novio desde que tenía 13 años a pesar de mis fantasmas. 

Ese amor apasionado que vemos en las películas con banda sonora es lo que sentían el uno por el otro. Lo que veíamos los demás era una pareja empalagosa y con ansias permanentes de tocarse el uno al otro y con más drama que "Los ricos también lloran".

 

 

Lo que ella se empecinaba en no ver era que no tenían un objetivo común. Que la acompañaba todas las noches a casa y luego se iba de marcha él solo, pero no solo del todo. Siempre había algún colega o amiga con derecho a roce que se apuntaba a seguirlo por las largas noches madrileñas. 

No vio nada malo cuando sus caras aficiones crearon un abismo entre ellos. Cuando se acabó la conversación o las ganas del otro. Ella siempre buscó la excusa para justificar las actitudes de su pareja. 

No soy quién para juzgar. Si ella hubiera sido feliz, yo también. Pero mi amiga lloraba amargamente todos y cada uno de los desplantes que él le hacía.

Y, apenas unas horas después, se enjugaba las lágrimas y volvía a conjugar una nueva excusa que lo alzara como el santo mártir que no era. Solo pretendía lavar una imagen externa que a ninguno de sus conocidos engañaba. 

Pensando que su amor cambiaría todos sus defectos, dio el sí quiero en un bodorrio digno de la Marbella de Jesús Gil con Imperioso de padrino. 

Curiosamente, a partir de ese momento cesaron los llantos. Durante muchos años reinó la armonía. Sin embargo, al igual que en los cuentos, después de las perdices viene la plancha, y la convivencia deja mucha ropa y platos sucios y cuartos de baño llenos de pelos que no limpia ninguna asistenta. Nada que no le ocurra a todo el mundo.

Y volvieron los llantos. 

Si te quieren no deberían hacerte llorar

Siempre era la misma historia, él tenía una vida paralela a la que deberían compartir como pareja. Planes excluyentes por definición que la dejaban postergada y enterrada en obligaciones. Y en lugar de mandarlo a tomar por donde amargan los pepinos, se echaba a llorar. 

Nuestro libro favorito, en plena adolescencia, era La Princesa Prometida. Lo leímos juntas en aquellas noches que nuestros padres nos concedían la dicha de poder dormir juntas. Sin embargo, cada una reinterpretó la historia de una manera muy dispar: ella creyó a pies juntillas que existiría un hombre que le respondería siempre "lo que desees" y yo daba carpetazo al cuento una vez aparecía la palabra FIN.

Y encontró a quien le decía "lo que desees", aunque luego hacía lo que le daba la gana. Esos son los peores. 

Me asalta la duda de si en el fondo no somos todos iguales con nuestras relaciones. Si no idealizamos lo que queremos tener y nos empeñamos en ver lo que no existe con tal de no abrir los ojos a la dura realidad. 

Y no hablo solo de relaciones de pareja.

Yo creo que he llorado lo innombrable por mis cachorros. Y no sería justo decir que son malos, por simplificar mucho lo que un hijo puede ser. Son buenas personas, mediocres estudiantes, sí, pero divertidos, buenos amigos, mejores personas, tienen sensibilidad social, y a veces, hasta hacen su cama decentemente. 

A pesar de tantas bondades, he estado tan ciega como para derramar trillones de lágrimas porque no eran lo que yo esperaba. Supongo que me fui construyendo una vida paralela con lo que YO imaginaba que sería de ellos a través de los años y me la creí. Igual que mi amiga.

Ahora soy más sabia. Ya no espero nada, porque por fin he comprendido que son dueños de sus vidas y que yo solo estoy de paso para remar con ellos cuando se quedan sin fuerzas y poner el hombro cuando lo necesitan. Y es justo en estos momentos cuando nos disfrutamos más. 

Soy más que consciente de que no voy a cambiar lo que no me encanta de ellos. Como tampoco ellos, o mis padres, hermanos, amigos o pareja van a cambiar lo que no les cuadra de mi personalidad. Y seguro que podrían hacer una larga lista de mis "defectillos sin importancia".

Así que, si me quieres, no trates de cambiarme. Si me quieres bien, hazme reír. Que para llorar ya están los anuncios de bancos en época de coronavirus. 

Si me quieres bien, hazme tortilla de patatas con cebolla y croquetas de lo que sea.  

Si me quieres bien llévame a una buena playa sin chiringuito. Conquístame con un buen libro y un abrazo que dure más de 9 segundos y que una tu corazón y el mío. 

Y más importante aún, quiérete bien. Quiérete mucho. Quiérete sin condiciones. Solo así, serás capaz de querer sin más. 

Y tú ¿cuánto te quieres?

 

 

 

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