Mar del Olmo

La Guerra de los Mandos

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Cuando nuestros hijos abandonan la niñez para convertirse en adolescentes, aquellas tardes de televisión en familia viendo películas de animación pasan a la historia.

Eres tú quien visionas una vez tras otra Toy Story, La Sirenita, Monstruos S.A. y la saga de Shrek y te crees que el tiempo no ha pasado. Engañarse sale gratis y lo cierto es que en su día las disfrutaste tanto o más que ellos. Es sanador saber que no te ha abandonado tu niña interior.

El televisor, ese aparato que en nuestra infancia congregaba a toda la familia viendo Heidi después del telediario del fin de semana, se ha convertido en un motivo más de disputa en nuestra generación. Los hijos quieren ver los Simpson hasta desgastar el amarillo de los personajes y los padres escuchar las noticias, por mucho que ya las hayan visto a primera hora de la mañana, escuchado en Alexa mientras recogían los trastos de los hijos, o leído en el iPad ante la primera taza de café del día. Supongo que la famosa «infoxicación» es parte de la madurez, pero en realidad me considero férrea defensora de que la ignorancia te provee de felicidad.

Lo cierto es que con el desarrollo personal de cada uno de los miembros de la familia los gustos relativos al consumo de ocio se vuelven divergentes.

La niña quiere tragarse la serie Pulseras Rojas por vez número 599. Aunque la serie data de hace diez años, mi cachorrita la descubrió hace cinco. Es dura de narices para una madre ya que está basada en la vida del gran Albert Espinosa y su tremenda experiencia con el cáncer en su adolescencia, sus recurrentes estancias en el hospital, amigos que se van sin posibilidad de volver… Imposible verla sin llorar «tol rato». Mi hija estaba enamorada de Lleó, el protagonista, y yo creía que él y la carita de amor que le dedicaba eran lo más tierno que me había regalado desde que le creció el pecho. Que ahora la vea a solas en su dormitorio —y no en familia como antes— me inquieta un poco más porque conozco la existencia de un Satisfyer en su dormitorio —regalo de cumpleaños de sus amigas al cumplir un año sin pareja— cuya posición exacta vigilo cada mañana en un enfermizo deseo por saber más de lo que mi salud mental puede soportar.

 

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Cuando no se mimetiza con los enfermos de la planta de oncología de un hospital, se cuela en las mansiones y las vidas de las Kardashian esperando cada temporada con más nervios que yo los resultados de la primitiva. Si me tocara, compraría un apartamento para cada uno de mis hijos para poder hacer las maletas sin sentimiento de culpa. Si crees que soy una madre desnaturalizada no voy a discutir contigo, pero lo cierto es que, aunque los quiero mucho, a medida que se hacen mayores la convivencia es más difícil, y echar a volar lejos del nido es ley de vida. Y si no se envalentonan ellos habrá que darles un ligero empujón, ¿no?

El padre es un enamorado del deporte en todas sus vertientes. Ha hecho suyo el mando de la «smart tivi» y de la mañana a la noche escuchas de fondo entrevistas a ciclistas que hablan en flamenco, jugadores de fútbol americano retirados por culpa de su adicción a las drogas o surferos que viven la vida como nadie, libres como el viento que forma las olas que cabalgan. Envidia cochina.

Pero no son solo ellos quienes consumen compulsivamente contenidos en la caja tonta. Tú tienes un problema con los programas de reformas y lo sabes. Así que o te pasas la mañana de sábados y domingos en pijama soñando que los gemelos de Divinity hacen maravillas en tu casa de la periferia madrileña o te apuntas a una terapia de desintoxicación autoimpuesta y sintonizas DMAX. Y digo tú por no decir yo...

Lo que podría haber sido una oportunidad de aprendizaje se convierte en un rechinar de dientes. Porque no pillas los programas de El último superviviente, sino el altavoz del Apocalipsis.

Me he enterado de que la Tierra que adoro es una bomba de relojería a punto de estallar.

El Krakatoa es un volcán situado en Indonesia que ya destrozó el mundo dos veces y está preparando con nocturnidad y alevosía la tercera intentona. ¿Quieres que te recuerde el dicho que asegura que a la tercera va la vencida?

El parque Yellowstone ya no es el idílico lugar de acampada y hogar del oso Yogui de los dibujos animados, sino una amenaza planetaria. Se trata de un inmenso cráter que cuando despierte de su siesta de millones de años acabará con la luz solar y la supervivencia humana.

Nuestro paraíso canario también es un volcán que nos quiere apuñalar por la espalda.

Hubo un meteorito que cayó en la Península del Yucatán y los cenotes son una prueba científica del desastre, con lo idílicios que parecen. Él fue el responsable de que hoy no conozcamos en carne y hueso al Tiranosaurus Rex ni a ninguno de sus primos dinosaurios. Unos murieron del golpe, que debió ser bastante tremendo, y los otros, al otro lado del lugar donde cayó el pedrusco, porque las chispas llegaron a las antípodas y se quemó todo. Si no hay nada que comer, mueres de inanición. Así que acabo de explicarte el motivo de la extinción de esos bicharracos en un santiamén.

Por si la tranquila voz que narra las peores desgracias naturales no fuera suficiente, en la esquina inferior derecha de la pantalla, una intérprete de lenguaje de signos le pone tal énfasis a su actuación que la mirada se me va irremediablemente hacia ella. El sosiego que imprime la voz narrativa corresponde el terror que aplica la intérprete de los gestos. Ella me hace sentir el miedo en la médula. No las imágenes apocalípticas, ella.

Acabo tan asustada que creo que puede ser menos estresante pasar una tarde entera viendo Sálvame sin pestañear. Y no puedo pensar en un plan más desagradable.

Tal vez esta experiencia no es la más desagradable que me ha deparado el fin del consumo de la televisión en familia. Porque un día, cuando el toque de queda me daba la tranquilidad necesaria con mis aborrescentes, llegó mi hijo, se apropió el mando y puso ¡La isla de las tentaciones! Y no se había confundido, no señora, sabía perfectamente en qué punto de la relación estaba cada pareja.

¡Señor llévame pronto o llévate la tele!

En medio de todo este desastre de consumo audiovisual yo sigo escuchando a mis fieles seguidores y consejeros y peleo porque alguien quiera convertir en una serie mi novela 45 días por año.

¿Dejaré que mis hijos la vean? ¡Qué estupidez! No me van a consultar, hace tiempo que el mando de la tele me oculta sus secretos.

¿Y qué pasa en tu casa? ¿Ves algún programa en familia con pareja e hijos?

 

 

 

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