Mar del Olmo

7 Cosas que tiene tu madre (y tú, también)

cosas de madres

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Después de haber rellenado decenas de cuadernos de caligrafía con esta mítica frase, estoy convencida de que su redacción fue obra de una madre. Solo ellas hacían este tipo de cosas.

 

Porque, no sé en tu casa, pero en la mía, mi sufrida progenitora era la estrella que guiaba todos nuestros pasos. En mi infancia, los padres se prodigaban poco en casa, eran tiempos de roles muy separados y, cuando el hombre se dejaba caer por el hogar, se dedicaba al descanso.

Una versión moderna del Neanderthal y la caza del mamut. Si es que a eso se le puede catalogar como moderno.

Ahí estaba la esposa y madre para seguir lidiando con los churumbeles que Dios les hubiera regalado (menudo regalo envenenado, a veces) y permitir así el reposo del guerrero. No fue fácil, aunque ellas nos lo vendan como una época maravillosa. Tal vez porque es lo que les tocó vivir y no tuvieron muchas oportunidades de conocer algo mejor...

No quiero soliviantar a las masas con diatribas de género, sabes que no me caracterizo por la búsqueda de la polémica, porque mi intención era la de hablar de esas cosas tan típicas de nuestras madres y que, algunas, hemos heredado.

Recuerdo muchas cosas de mi infancia y mi juventud. De esos divertidos años en familia numerosa, cuatro hermanos muy diferentes, capitaneados por la hermana más pirata que te puedas imaginar. Con ella todo era una fiesta. 

Cosa de madre nº 1: pasar lista antes de dar con tu nombre

Mi madre siempre ha tenido los nervios delicados. Es una mujer muy sensible, contraria a toda manifestación violenta del tipo que sea (desde gritos, insultos y palabrotas hasta peleas a puñetazo limpio). No tuvo un camino fácil con nosotros, y gracias a eso, nos ha regalado momentos y frases inolvidables. Anécdotas que habitan en las sobremesas de todas las navidades. 

 

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Si vas a contar lo mismo de todos los años, me duermo.

 

Una de las más repetidas era la del cambio de nombre. Para llamarte, cuando la habíamos sacado de quicio, si no los cuatro al menos uno de nosotros, empezaba por el nombre del perro y pasaba lista por todos los ausentes hasta llegar a tí.

Tú estabas plantada delante de sus narices, esbozando una sonrisa de listilla del tipo "es mi madre y se olvida de mi nombre" cuando de repente te volaba una zapatilla que te daba en toda la cabeza si no estabas avispado. 

Cosa de madre nº 2: lanzamiento de zapatilla

Deberíamos dar las gracias a los fabricantes de zapatillas de la década de los 70 y los primeros años de los 80 por haber puesto de moda la zapatilla con medio tacón pero ligeras como la pluma. De no haber sido por ellos, luciría unas cuantas cicatrices que afearían mi pecosa cara. 

Ahora, si se te ocurre intentar acertar en la crisma de un niño con una zapatilla, te interponen una demanda y acabas esposada y en el Juzgado, así que este acto, tan propio de una madre de mi generación, no se me ha pegado.

Y no es que yo sea partidaria de la violencia, nada más lejos de la realidad, pero sí defiendo que a los de mi quinta nos han rozado cientos de veces las zapatillas y no tenemos ningún trauma. Entre otras cosas, porque nuestras madres gozaban de muy mala puntería y no tiraban a dar. 

Cosa de madre nº 3: el capón después de caerte

Otra de las características de las madres de los 70 era la de castigar doblemente. Una especie de órdago materno filial cuando hacías algo que ella te había desaconsejado hacer. Ese clásico "no te subas que te vas a caer" que no escuchábamos jamás. La infancia está hecha de pedacitos de retos conseguidos. De alturas conquistadas, árboles escalados, madres ignoradas... 

 

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Lo malo es que una madre es lo más parecido al oráculo que conozco. Al menos, la mía. Si ella decía que te ibas a caer, te caías. Y cuando eso sucedía y veías a tu madre venir a tu encuentro, por mucho daño que te hubieras hecho, luchabas contra todo pronóstico por levantarte para salir corriendo. Porque mamá nunca venía hacia tí para preocuparse por tu rodilla ensangrentada, sino para soltarte un "te lo dije" y un buen sopapo. 

Eso sí, los sopapos de mamá no dolían. 

Así que espabilamos rápidamente. No había que cumplir con los augurios de tu madre porque el castigo era doble: el golpe y el bofetón. 

Cosa de madre nº 4: la vigilante de la playa

En nuestros destinos veraniegos en la playa, a la que llegábamos después de 12 horas de viaje, hacinados en un coche en el que no había cinturón de seguridad, los cambios en la rutina eran evidentes. 

Mi madre nunca ha sido muy acuática. Le gusta mucho mirar al mar, pero bañarse en él ya son palabras mayores. Mientras nosotros nos metíamos como los cuatro jinetes del apocalipsis en el agua, con unas olas que rompían con furia en la orilla, sin digestión ni crema solar, ahí, a lo loco, mi madre se quedaba en la orilla cual vigilante de la playa. 

Apoyaba las palmas de las manos en los riñones y oteaba el horizonte sin perdernos de vista. Y, aunque siempre ha necesitado gafas, cuando se trataba de sus cachorros su alcance visual superaba la de cualquier halcón. 

Tenía el superpoder de mover los ojos por separado y a su antojo con el fin de controlarnos a los cuatro a pesar de encontrarnos cada uno en una punta de la playa. 

Cuando se cansaba de estar de pie y el olor de los espetos era demasiado tentador, sin levantar jamás la voz, nos indicaba con gestos que termináramos ya con ese baño eterno. 

Gestos que nosotros ignorábamos fingiendo no haber mirado en su dirección. 

Veíamos cómo los movimientos de brazos de nuestra madre empezaban a mudar de la paciencia a la ira. E, inocentes de nosotros, nos reíamos de nuestra audacia para con una madre que no llevaba zapatilla que lanzar. 

 

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Entonces su voz se alzaba por encima del romper de las olas, de los gritos de los otros niños, del vendedor ambulante de helados. Una voz que nos gritaba:

¡Salid de una vez! Como os ahoguéis, os mato. 

Cosa de madre nº 5: morir con las bragas limpias

De lo que nunca nos teníamos que preocupar era de que la caída nos pillara con la ropa interior menos adecuada. 

¿Tú no tenías unas bragas favoritas, con su algodón deshilachado en las perneras y más de un agujero del calado con el tamaño del cráter de un volcán? Eran las que mejor se adaptaban al trasero porque habían vivido mil aventuras ahí puestas. Y te las querías poner todas y cada una de las mañanas al vestirte, pero ella te lo impedía. 

¿Qué iban a pensar si me atropellaba un coche y me pillaban con esas bragas tan vergonzantes?

Mamá, si me atropellaba un coche, ¿alguien me iba a mirar las bragas? ¿No serían más importantes mis más que probables lesiones? ¿En serio me tengo que cambiar de bragas para que en caso de accidente mortal no tengas que avergonzarte por mi ropa interior?

Creo que este misterio me va a acompañar hasta la tumba, porque esa frase de mi madre la llevo grabada a fuego. Estoy por bordársela en algún tanga a mi hija, pero creo que no cabe. 

Cosa de madre nº 6: haz lo que quieras

A medida que pasaban los años, los comportamientos de nuestra madre iban evolucionando. Tenía que amoldarse a los nuevos tiempos. Las cuatro adolescencias a destiempo de cada uno de sus cachorros. 

Era la etapa de la rebeldía individual, de querer sacar los pies del tiesto y renegar de la autoridad materna. De refutar cada uno de sus argumentos. 

Aunque no lo quisiéramos aceptar, mamá era mucho más lista que la suma de nosotros cuatro. Si le pedías permiso para ir a una fiesta con los malotes del barrio, en la que el alcohol y el tabaco estaban más que garantizados, su respuesta era invariablemente la misma: haz lo que quieras.

¡Eso no era una respuesta, era un castigo divino! Se te ponían de punta los vellos de la espalda.

Un frío glacial te recorría el cuerpo y sabías que, por mucho que lo quisieras, no era lo que tenías que hacer. 

Ella nos hizo desarrollar el buen juicio dejándonos elegir. Nunca había imposiciones, solo la más aterradora frase de madre: haz lo que quieras. 

Si alguna vez se te anulaba el juicio y de verdad hacías lo que te apetecía, y no lo que subliminalmente ella te ordenaba, las cosas solían terminar mal, y cuando acudías a su lado con el rabo entre las piernas, ella se despachaba con la profecía universal: ¡te lo dije!

Cosa de madre nº 7: el don de encontrar

De todas las virtudes de mi madre, yo solo he heredado una, la de saber encontrar cualquier cosa perdida por cualquier miembro de la familia. Cuando has pasado los ojos veinte veces por el mismo sitio sin fortuna y, de repente, llega tu madre y, sin mirar siquiera, levanta un calcetín desparejado y ¡ZAS! ahí está el objeto de tu búsqueda.

¿Acaso nunca has escuchado de sus labios ese apocalítpco "a que voy yo y lo encuentro"?

Pues ahora soy yo la que lo repite una y mil veces, con un regusto a infancia en los labios, consciente de que mi madre estaría orgullosa de mí, si me viera.

Y no me ve porque vive a 200 kilómetros, no vayamos a pensar lo que no es. 

Nadie busca como yo. Nadie encuentra antes que yo. Incluso mi madre recurre a mí cuando, extrañamente, no encuentra algo. 

¡Ay, mami, qué orgullosa estoy de parecerme a tí!

Estoy segura de que tú también has heredado mucho de tu madre. Incluso aquellas cosas que de pequeña perjurabas que no ibas a hacer y que, sin embargo, son parte de tu rutina tanto como el respirar. 

Cuéntamelo, me encantaría escucharte. 

 

 

 

 

 

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