Mar del Olmo

DAME PAN Y LLÁMAME TONTO

El otro día desayuné, almorcé, comí, merendé y cené (lo sé, como demasiado) con una noticia de la ganadora del Premio Cervantes 2018, Ilda Vitale, que al cumplir cien años decía que la vida te empuja al suicidio o al sentido del humor.

No puedo dejar de aplaudir su filosofía, que comparto completamente, pero que me resulta poco creíble.

Esta que os escribe aprendió hace años que esa era una gran verdad; que cuando la vida se me hacía más cuesta arriba que la ascensión al Everest sin oxígeno, tomó las riendas de sus lágrimas de impotencia ante una existencia que no entendía para transformarlas en las que brotan después de unas sinceras carcajadas. Y nadie me entendió.

Mi terapia, después de pasar por profesionales que me miraban a cara de perro porque veían cotidianas mis cuitas emocionales, fue volcar mis desgracias en un papel aderezadas con grandes dosis de humor. Me reí de mí misma, de mis desgracias, de la vida que había elegido por libre albedrío y me había salido rana. Ni atisbos de príncipe. Lo puse en muchos papeles, lo ordené, le di forma, me inventé un pseudónimo para no ofender y me lancé a publicarlo.

Esa era la parte más valiente de mi plan, la del destape emocional, la exposición pública (de la que me escondía a medias tras un anonimato descafeinado), las dudas de si a alguien le interesaría la crisis de una cuarentona bastante normal en crisis.

No puedo quejarme de la acogida de los cientos de locos que me leyeron; de las buenas críticas sobre mi prosa y mi sentido del humor; del espejo que puse delante de muchas mujeres que se vieron reconocidas en la protagonista de las desventuras de 45 días por año.

Tuve que aprender a venderme y no supe, pero le había cogido el gusto a esa manera de arrancarme la pena, la incomprensión, la incomodidad que me acompañaba de la mañana a la noche. Me dediqué a escribir.

Vuelco en palabras la angustia vital que me arrebata el descanso emocional, porque el sueño no me lo quita casi nada. Algo bueno tenia que haber en estas líneas.

Vino después una segunda novela (El mito del chiringuito), un libro coral sobre la soledad (15 miradas a la soledad), una antología de relatos tiernos y desgarradores (Todo mar empieza en charco) y todos ellos vieron la luz de una forma u otra.

Seguí formándome para aprender a ser una buena escritora, inventé personajes que no tenían un reflejo conocido en la realidad, mi mejor obra de ficción, y lloré cuando la parí lo que no lloré al dar a luz a mis hijos de carne y hueso, adormecido el dolor tras muchas dosis de epidural.

Y no encuentra quien la quiera, como aquel coronel de García Márquez quien le escriba.

Me sale el humor por los poros y el mundo editorial sigue pidiendo dramas. Encargando historias lacrimógenas y trágicas para seguir hundiendo la moral de las tropas, ignorando una verdad universal de que el humor salva vidas.

Un señor llamado impostor se ducha conmigo todas las mañanas y me enjabona el cuerpo de la misma tristeza que transformé en risas en mis novelas. Me recuerda que no soy nadie en el mundo literario porque no me ha golpeado la vida con la misma dureza que a otros.

He visto cómo me adelantaban por la derecha colegas y me he quedado tirada en la cuneta sin batería.

Bromeo con que algún día ganaré el Planeta, pero soy consciente de que soy demasiado mayor para que me consideren parte de las nuevas voces, que luzco demasiadas arrugas como para que alguien ose presentarme en la galería de novedades.

He visto una película en Netflix llamada Nyad. Está basada en la historia de la nadadora Diane Nyad que, tras fracasar en la hazaña de nadar dese Cuba a Florida con veintiocho años, decide intentarlo de nuevo con sesenta. Y lo logra con sesenta y cuatro tras varios intentos fallidos. Pero no se rindió. Aunque lo tuviera todo en contra. Aunque nadie creyera que fuera capaz. El final de la cinta nos regala la típica «americanada» de: «No dejes nunca de intentarlo».

Quiero emular la fuerza de esa mujer que creyó en sí misma y sus posibilidades a pesar de las señales negativas. No quiero tirar la toalla antes de tiempo porque me queda mucho que contar y no puedo vivir con tal cantidad de personajes hablando en mi cabeza. O los saco o me volveré (más) loca.

Voy a seguir luchando. Me asomaré todos los días al pozo de la esperanza de mi buzón de correo esperando encontrar entre los remitentes una editorial que crea en el humor como forma de vida. Un humor inteligente a veces y un poco soez otras que no es otra cosa que la cobertura de chocolate de la crítica social de aquello que se escapa a mi entendimiento.

Voy a ponerme en modo Mr. Wonderful y me voy a repetir de cuando en cuando que todo va a ir bien, por mucho que me cueste creerlo cuando enciendo el televisor y escucho las noticias.

A mí, dame pan y llámame tonto, pero necesito una tabla a la que agarrarme como náufraga de la escritura.

Por eso que ocurre ahí fuera, lejos de nuestros cálidos y confortables hogares necesitamos un poco de comedia. La vida a veces es demasiado triste como para desear permanecer un minuto más en ella.