A veces paso a propósito por los lugares del Madrid que construimos tú y yo, ladrillo a ladrillo. No son lugares comunes, y me alegra pensar que para nadie serán especiales un paso de cebra, una papelera o unas escaleras. Recuerdo maldecir cada semáforo en verde que me impidiera disfrutarte, mirándome de frente mientras ponías el coche en punto muerto. Me sonreías, y callabas. Yo adoro tu perfil, pero disfrutaba de la visión de tus dos ojos clavados en mí, interrogantes, siempre vigilando que todo estuviera bien, que nada me faltara. La conversación se pausaba por unos instantes, quizá daba tiempo a un beso fugaz, o a ese cruce de sonrisas que me sabía aún mejor que tu lengua.
La papelera donde acabó la mitad de mi primer helado contigo sigue ahí, recordándome que se me olvidó el calor, el hambre y las más elementales normas gastronómicas mientras me hablabas. Mi mano chorreaba chocolate derretido y me di cuenta que había dejado pasar la oportunidad de disfrutar de algo que me encantaba, por ti. No supe ver que era el principio de la colección de errores que cometí por tus ojos.
Aquellas escaleras hacían llegar a una antigua tienda de material fotográfico que frecuentabas, pero a mí me subían al cielo tan rápido como me alzabas sobre tus hombros, aprovechando tu estatura y la desventaja que me dabas al cederme el paso. Siempre la misma broma, y siempre mis carcajadas y mis súplicas para que me devolvieras al escalón adecuado, a ese que me dejaba justo enfrente de tu cara y permitía que mi falso enfado se estrellara directamente con tu hoyuelos.
A veces peso los recuerdos que acumulo de ti: 250 gramos exactos, que es lo que pesa un corazón humano adulto. No es mucho teniendo en cuenta que el vacío que me has dejado ocupa toda mi caja torácica. Un vacío que se siente más pesado cuanto más tiempo pasa, contrariamente a lo que me prometen. 250 gramos pueden ser muchos si no se tiene la suficiente fuerza, y yo aún no la tengo para desprenderme del todo de ti.
Cada momento contigo se expande y repite en bucle. Lo nuestro no llegó a película, si acaso fue un cortometraje, pero es lo único en cartelera y me resisto a meterme en otro cine. No podría disfrutar con otra programación. Apenas cinco escenarios, dos protagonistas e infinidad de diálogos. Y un final, de los que dejan con mal sabor de boca. Supe tarde que eras el único guionista de esta historia… me conformaba con ser protagonista.
A veces poso mis ojos en los labios de tus fotos, y al hacerlo rememoro tu aliento y te saboreo con la vista. Continúo el trayecto mirando tu camiseta azul, que huele a verano, a aquella colonia que vertida en tu piel era imán y me mantenía permanentemente estimulada. Miro a continuación tus manos, y se me hace raro verlas quietas, porque las recuerdo siempre buscando el ritmo en cada objeto que cayera en ellas, golpeando, chocando, mezclando sonidos que eran la banda sonora de nuestros silencios. Sí, los ojos saborean, huelen y escuchan. Pero a veces, mientras se ocupan de sentidos que no son el suyo, se olvidan de su única misión, y nos dejan a oscuras.
A veces piso con fuerza las baldosas de mi apartamento, las aceras de mi calle, y la tarima de mi oficina. Me hago oír los tacones para recordarme que soy y estoy. Que vengo, pero también voy. Es la única demostración externa que me permito de la rabia que me invade. No he vuelto a ponerme las deportivas que me permitieron patear Madrid a tu lado. Ahora mis recorridos son más cortos, sí, pero mis pasos más firmes, y el ritmo de la caminata lo marco sólo yo. Oigo el clap-clap-clap y me reconozco.